Hoy me estaba tomando un café en un conocido restaurante de mi pueblo cuando de pronto entró un hombre de voz ronca y aspecto descuidado. Se acercó a la barra y, de malas maneras, pidió cambio a una camarera para poder jugar un rato a la máquina tragaperras. Veinte euros en monedas. Y ya, con el dinero contante y sonante, se fue en dirección a la máquina, paquete de tabaco en mano y cigarrillo en la boca, y empezó a echar monedas. No es que sea una escena poco común, desgraciadamente, pero me hizo darle algunas vueltas al asunto (ayudado, por supuesto, al hecho de que los periódicos del día los tenían monopolizados una serie de cacatúas que comentaban a gritos las trifulcas de Gran Hermano).
"Tragaperras", un nombre muy aclarativo: algo que se traga el dinero, tu dinero. Pero pese a ello la gente sigue cayendo en sus fauces y echándole todo cuanto le llega a las manos. Unos, por el hecho de tentar a la suerte e intentar saborear algún que otro premio. Otros, porque tienen una enfermedad que les impide controlarse ante ciertas cosas. En este caso, ante el juego. La ludopatía.
Desconozco qué le pasaba por la cabeza al hombre, puesto que, una vez la máquina devoró los veinte euros, éste fue a la barra a por más monedas, y luego siguió a lo suyo. Absorto en el meter monedas por la ranura. Absorto en el juego. Absorto en su mundo. Quizás, y sólo quizás, el hombre pasaba por algún duro momento en su vida y, por no enfrentarse a él, pasaba el rato delante de la máquina. Quién sabe.
Al final, la sensación que se nos queda a todos es la de lástima, tanto por ellos como por sus familiares. Pero la máquina seguirá encendida mientras repercuta de manera económicamente positiva a sus dueños, ya sea gracias a un "aventurero", o a un enfermo. Eso les da igual.
Y con esa extraña sensación me acabé mi café y salí por la puerta, deseando en que alguien, por su bien, le desconectara la máquina y le obligara a irse a casa.