Ha pasado bastante tiempo, ¿verdad? Siempre pensé en que, por unos u otros motivos, abandonaría un tiempo el blog, pero no pensé que fuera durante tantos y tantos días. Llevo una época con bastante estrés y con más quebraderos de cabeza de los que estoy acostumbrado a lidiar, y es eso lo que me ha mantenido desaparecido. Supongo que a todos nos pasa.
No se me ocurría ningún tema ocurrente con el que volver a escribir en el blog, así que he recurrido a una de esas famosas cadenas que circulan por el cibermundo. Hoy contaré 7 cosillas sobre mi infancia, las cuales os contarán un poquito más qué tipo de personajillo soy:
1.- Cuando tenía entre 3 y 4 años, durante una excursión por el bosque con mi abuelo, llené un cubo con montones de insectos que encontraba bajo las piedras. Luego, una vez llegamos de vuelta a casa, me acerqué a la ventana de la vecina (mis abuelos vivían en un bajo) y lo vacié, dejándole el comedor infestado de bicharracos. Espero que jamás se entere de quién fue que le causó esos gritos histéricos ante tal ejército de seres vivos.
2.- Siempre he sido de los que prefiere trasnochar a madrugar, y de pequeño lo prefería también. No quería acostarme, y me encantaba ver la programación nocturna que mis padres, erre que erre, me prohibían noche tras noche. La solución la encontró mi padre, y fue la de alquilar películas de terror y/o gores. "¿Te quieres quedar despierto? ¿Sí? Pues prepárate...". Intentaba ser precavido, y me llevaba una manta con la que taparme la cara para no ver las escenas más asustadizas, pero la curiosidad podía conmigo. Resultado: hasta los 10 años fuí un crío muy miedoso, de esos incapaces de ir por sitios oscuros, de dormir de un tirón, de no despertarme con el corazón a cien y entre sudores, o de evitar pasar la noche tapado hasta la cabeza para no ver nada ni a nadie a mi alrededor. Y en la misma línea va el 3r punto.
3.- No sé si alguno habréis visto Poltergeist, una escena en la que un payaso de juguete cobra vida y arrastra a un niño bajo la cama, intentando matarlo. Pues bien, yo tenía un payaso prácticamente idéntico a los pies de mi cama, pero yo desconocía esa faceta suya. Una noche, poco después de ver susodicha escena, me desperté sobresaltado y lo vi, entre la oscuridad, mirándome fijamente. El miedo me podía, así que me tapé la cabeza con la almohada e intenté no volverlo a mirar con la esperanza de que así no me atacara. Conseguí dormirme, pero me desperté al poco, y al echarle un vistazo vi que no estaba a los pies de mi cama. Se había ido. Entonces, asustado y a oscuras, me levanté para encontrarlo... y allí estaba, con la cabeza asomando de debajo de la cama, y mirándome fijamente a los ojos. Iba a matarme igual que en la película. Recuerdo que me puse a chillar, grité como nunca había gritado, y mis padres vinieron corriendo a ver qué me pasaba. Mi madre siempre me dijo que estaba blanco, sudando, y con el corazón a punto de salirse por mi boca. Nunca más supe del susodicho payaso... creo se lo llevaron los basureros a la mañana siguiente.

4.- Unas navidades me regalaron peces de agua dulce. El típico pez anaranjado y su colega de ojos salidos (ya me entendéis). No recuerdo si llegué a ponerles nombre, tampoco si llegué a encariñarme de ellos. Lo cierto es que, a los pocos días, me puse a darles de comer mientras yo hacía lo propio con un nutritivo bocadillo de nocilla, y como se acababan cuánto yo les echaba en la pecera, les iba poniendo más y más comida. Al poco tiempo vi como uno de ellos moría por exceso de ingestión. Y al poco, su colega acabaría igual. A mí me entró el pánico y no quise comer durante días por miedo a acabar de igual forma.
5.- A los 5 o 6 años odiaba los canelones. La bechamel era de lo más asqueroso que había probado en mi vida, y les tenía auténtico pánico. Una navidad nos juntamos en casa unas 14 o 15 personas, todos familiares directos, y mi madre cocinó una fuente de canelones de tres pares de cojones. El simple hecho de pensar en que me debería comer uno de ellos me atemorizaba. Así que tramé un plan, el cual consistía en cebarme a vasos de agua para no tener estómago que ofrecerles a los canelones. Así evitaría tener que comerlos... o, por lo menos, evitaría comerlos en ese momento. Me bebí siete u ocho vasos, y, en el momento en que mi madre nos servía los canelones ante la mirada atenta de toda mi familia, vomité encima del plato. Tanta agua no podía ser buena. Mi malvado plan para librarme de los canelones no funcionó, puesto que al vomitar hice llorar a una niña (la cual no recuerdo quien era), y mi madre, además de castigarme, me reservó cuatro maravillosos canelones para que los comiera durante la cena bajo su atenta y temible mirada. Putos canelones.
6.- Una tarde, mientras mi abuelo dormía después de ver una película del oeste (las cuales me encantaba ver junto a él), se me ocurrió capturarlo igual que hacían los indios con los vaqueros. Pero, a falta de encontrar una cuerda con la que atarlo, usé celo. Y ese celo se lo puse por el pelo. Total, en cuánto despertó y me encontró dándole vueltas con el celo ya era demasiado tarde. Sus gritos de dolor al intentar quitárselo sin arrancarse el pelo eran estremecedores. Mi abuela tuvo que ayudarlo cortándole mechones de pelo para poder sacar todo el celo que le puse. Resultado final: mi abuelo llevó unos cuantos trasquilones en su look capilar, y a mí, a día de hoy, aún me suena en el oído el tortazo que me arreó.
7.- De pequeño siempre estaba enfermo. Lo más habitual en mí era tener gastroenteritis, con la cual cosa no me podía mover de casa, y debía tener un orinal cerca por si me entraba el más leve apretón (en casa ya no les daba el sueldo para comprar más sábanas para mi cama... tenía el esfínter ligero). Una tarde, cuando mejoré un poco, mi madre se fue de casa a hacer la compra para esa noche, dejándome solo en casa. Y claro, uno es joven y le entra hambre, así que, haciendo caso a sus consejos de "come sólo jamón salado, pan tostado, membrillo, y agua con limón", abrí la nevera y me bebí un vaso de leche con canela, aderezado con un bocadillo de butifarra negra. Mejor no os cuento como acabó la cosa, os podéis hacer a la idea. El médico pensaba que desaparecería váter abajo.
En fin, que echando la vista atrás me doy cuenta de que siempre he sido un bruto y un cafre, con lo cual puedo entender lo que soy hoy. No quiero enrollarme más, pero debo dar las gracias a quienes durante mi ausencia me han dejado comentarios, se han pasado por el blog, o me han mandado e-mails. ¡Gracias y hasta pronto!